lunes, 20 de septiembre de 2010

Yin Yang


¡Pobre Inaya!

Una gruesa lágrima brotó de su ojo izquierdo mientras se columpiaba en la barra horizontal, en el Gran Circo Nacional Chino.

Hacía seis meses que lo habían contratado por sus habilidades aéreas que había aprendido en su país, la India. Su trabajo lo hizo muy feliz, pero ahora su tristeza era infinita…

Inaya había nacido veintiséis años atrás en Adampur, un pueblo montañoso de la India. El era el menor de nueve hermanos. De niño se destacó por su agilidad física. Era más bien delgado y su expresión era triste. La habilidad de trapecista la aprendió en un pequeño circo hindú. Al cabo de unos años se destacaba del resto de sus compañeros por su natural habilidad. El circo deambulaba por distintos pueblos. Allí fue donde lo descubrieron los representantes del Gran Circo Chino y lo tentaron con un importante contrato que, finalmente él aceptó. El día que firmaron corrió exultante a la casa de Induja, su novia. Juntos festejaron el éxito, y ni siquiera lamentaron el hecho de la separación de la primera etapa.

Ya en China, Inaya se dio cuenta de su profundo amor por Induja y apenas cobró su primer dinero la mandó llamar. Induja sentía por su novio una gran ternura pero no llegaba a ser un amor apasionado. Lo sentía muy callado, poco cariñoso y muy cerrado en sus apreciaciones. Frecuentemente suspiraba resignada por su destino, que era, según ella, el de toda mujer india. El día que Inaya le envió el pasaje para volar a Beijing, se sintió maravillada. Iba a ser su primer vuelo. Cuado llegó, Inaya la fue a recibir y se trasladaron, a través de las sinuosas calles, a un modesto hotel. Recorrieron la ciudad y al tercer día fueron al Circo. Allí Inaya le mostró el hermoso decorado interior de la gran carpa, un telón que tenía a sus pies un castillo de color blanquecino, con montañas y ríos de variadas tonalidades azules.

-Este decorado- le dijo. –se hizo para dar la sensación de que vuelo muy alto desde mi columpio.

Ella estaba fascinada

Finalmente Inaya le dijo que iban a conocer a uno de los directores del gran circo, un hombre famoso en el mundo entero, el gran payaso Dewei. Ella, sin saber por que, se estremeció.

Dewei tenia sesenta años, alto, de buena presencia con cara de niño grande a la que, el maquillaje de payaso, le otorgaba una enorme ternura. Pero ocurrió algo especial. Cuando Dewei vio a Induja, su interior se sacudió, sintió que estaba frente a la mujer que había esperado toda su vida, su juventud, la gracia, la timidez de la joven, lo trasladaron a un mundo maravilloso e irreal. Se saludaron amablemente. Dewei la miró directamente a los ojos y se dio cuenta que sentía algo que estaba más allá de lo que se puede explicar con palabras. No obstante, contó la historia del Circo y detalles de la obra “Yin Yang” que estaban representando esa temporada. Ella estaba feliz, sonreía libremente, sin temores y él bebía con placer cada tonalidad de su cristalina risa.

En un encuentro casual Induja le dijo que su nombre significaba “hija de la luna” y él, con humor desenfadado, comentó que el suyo significaba “hombre con muchas virtudes”, “aunque no tantas” agregó con una sonora carcajada. Y así entre encuentros casuales y otros buscados se dieron cuenta que se habían enamorado. Él aducía que era muy viejo para ella, Induja decía que la edad no importaba y que ahora sentía algo completamente diferente y abarcativo. La historia siguió intensificándose. Finalmente Induja decidió terminar la relación con su novio, por considerarlo un acto de dignidad.

Ese día Inaya se levantó presintiendo que algo doloroso iba a ocurrir. Había notado la indiferencia de Induja hacia él. Y también había percibido las miradas cómplices que le destinaba a Dewei, pero no sabía como actuar. Esa tarde cuando su novia le pidió hablar intuyó que el final se acercaba, no alcanzaba a soportar lo injusto de la situación. Cuando se reunieron oyó lo que presentía. Calló. Todo le parecía irreal, un sueño, se puso de pie y ante la mirada inquieta de Induja, corrió y velozmente se trepó al columpio, se hamacó audazmente, sus lágrimas caían generosamente en la arena mientras la señalaba con su dedo, siempre el izquierdo, sin proferir una palabra.

¡Pobre Inaya!

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