lunes, 20 de septiembre de 2010

La espera


-Hola

-Hola

-¿Puedo sentarme?

-La plaza y los bancos son públicos ¿Como no va a poder sentarse?

-Linda tarde, ¿no?

-Si, no hace ni calor ni frío…

-Disculpe, pero hace rato que lo observo y parece que estuviera esperando a alguien…

-No estoy esperando a nadie.

-Perdone, no quise molestarlo…

-No me molesta, porque lo que dice es cierto, estoy esperando…

-Me intriga su respuesta…¿Hace mucho que espera?

-Cincuenta y ocho años…

-¡Como puede ser eso¡? No entiendo…

-No se asombre, acaso usted no esperó muchas veces…

-¿Cómo por ejemplo, qué?

-De chico a los Reyes Magos y los esperaba en sus fantasías de quererlos ver.

-Es cierto…

-Y luego, cuando supo la verdad no siguió esperando igual por si llegaban…

-Tiene razón, contra toda lógica, cada seis de enero, los espero todavía…aunque me ría después.

-Bueno, yo también espero. No ya a los Reyes, pero espero.

-Lo que usted dice me hizo recordar también otras esperas imposibles.

-¿Como cuales?

-A mi madre, que murió cuando era chico. La extraño todavía y en el fondo de mi corazón aún la espero. Algo loco ¿no?

-No es loco, es natural…Por ejemplo yo espero a una mujer a la que amé de joven y no sé por qué me abandonó. A veces, cuando viene una chica, la veo a ella con su vestido hippie de los sesenta, pero cuando se acerca compruebo mi fracaso, me desilusiono, pero no me importa, sigo esperando…

-¡Que constancia la suya!

-Mientras hablaba se me cruzó un pensamiento, no será que lo que usted espera es la muerte ¿será eso lo que espera?

-No, la muerte no, no la espero, espero la vida. La muerte nos espera a nosotros. Y cuando lo decide nos ataca con sus comandos.

-¿Sus comandos?

-Si, sus comandos

-¿Y cuales son?

-Las enfermedades terminales con sus torturas previas, el tiro certero, los accidentes que nunca son casuales, inundaciones, terremotos, guerras. Infinidad de comandos… No, la muerte no…a ella no la espero aunque sé que algún día llegará para aniquilarme…

-Y entonces, qué espera…me lo puede decir…

-Exactamente no sé, no puedo definirlo, pero sé que esta ahí, más allá de la vida y de la muerte ¡Allí! Tengo la esperanza que si espero llegará. No hay otra cosa que pueda hacer…esperar. Ver como transcurre el mundo que me rodea y así, quieto, dejarme fluir. Eso hago, dejarme fluir…

-Ahora lo comprendo. Mañana volveré y esperaré con usted…

-Lo espero…

-Gracias por todo lo que me dio, nos vemos mañana…

-De nada, siga bien…

-Adiós…

-Hasta mañana.

El angel


-Deja de soñar muchacha-gritó cuestionadora la madre- y ponte a pelar esas papas!

Eliana bajo la cabeza y obedeció. Sus manos enrojecidas delataban el frió de la mañana.

Sus veinte años aspiraban a mucho más que eso…

Soñaba con un mundo maravilloso y no con la vulgaridad de la vida diaria. Su casa, hecha de madera y chapa en un barrio tan alejado del centro de la ciudad no le permitían imaginar un mundo mejor. Sólo el parque que se abría a unas pocas cuadras, era para ella una puerta hacia el paraíso.

Soñaba dulcemente cuando hacia sonar su violín, única salida artística que le había permitido su familia itálica.

La música le permitía trasladarse a ese lugar idílico que ella, con sus ojos cerrados, consideraba su origen, su lugar primero.

Otro lugar que completaba sus fantasías era su pequeño y prolijo dormitorio, su cama adornada con un cobertor blanco, la ventana con cortinas de voile rosado, y en especial amaba su silla que ella misma había pintado de un bordó mate, y había bordado un pequeño almohadoncito de cálido color amarillo. Allí, Eliana, se sentaba para ejecutar esa música suave y etérea que le permitían soñar con ese mundo maravilloso y áurico.

Ese día estaba muy feliz presentía que algo muy particular iba a ocurrir. Cerró suavemente sus celestes ojos y oyó el cántico de un violín que venia desde muy lejos. Sus mejillas se sonrojaron ante la expectativa de que algo muy diferente iba a ocurrir, no sabía qué.

El aura se amplió, en su mente una imagen se presentó rodeada de hojas otoñales, ejecutando un violín similar al suyo. Una figura que no se podía definir como femenina. Vestida con una amplia túnica blanca. Un ser que la miraba con lánguidos ojos del mismo color que los suyos y dulcemente, le daba la bienvenida a su mundo espiritual. Alguien que parecía ofrecerse como su ángel protector. Cuando Eliana abrió sus ojos supo que ya pertenecía, definitivamente, a un mundo diferente.

Yin Yang


¡Pobre Inaya!

Una gruesa lágrima brotó de su ojo izquierdo mientras se columpiaba en la barra horizontal, en el Gran Circo Nacional Chino.

Hacía seis meses que lo habían contratado por sus habilidades aéreas que había aprendido en su país, la India. Su trabajo lo hizo muy feliz, pero ahora su tristeza era infinita…

Inaya había nacido veintiséis años atrás en Adampur, un pueblo montañoso de la India. El era el menor de nueve hermanos. De niño se destacó por su agilidad física. Era más bien delgado y su expresión era triste. La habilidad de trapecista la aprendió en un pequeño circo hindú. Al cabo de unos años se destacaba del resto de sus compañeros por su natural habilidad. El circo deambulaba por distintos pueblos. Allí fue donde lo descubrieron los representantes del Gran Circo Chino y lo tentaron con un importante contrato que, finalmente él aceptó. El día que firmaron corrió exultante a la casa de Induja, su novia. Juntos festejaron el éxito, y ni siquiera lamentaron el hecho de la separación de la primera etapa.

Ya en China, Inaya se dio cuenta de su profundo amor por Induja y apenas cobró su primer dinero la mandó llamar. Induja sentía por su novio una gran ternura pero no llegaba a ser un amor apasionado. Lo sentía muy callado, poco cariñoso y muy cerrado en sus apreciaciones. Frecuentemente suspiraba resignada por su destino, que era, según ella, el de toda mujer india. El día que Inaya le envió el pasaje para volar a Beijing, se sintió maravillada. Iba a ser su primer vuelo. Cuado llegó, Inaya la fue a recibir y se trasladaron, a través de las sinuosas calles, a un modesto hotel. Recorrieron la ciudad y al tercer día fueron al Circo. Allí Inaya le mostró el hermoso decorado interior de la gran carpa, un telón que tenía a sus pies un castillo de color blanquecino, con montañas y ríos de variadas tonalidades azules.

-Este decorado- le dijo. –se hizo para dar la sensación de que vuelo muy alto desde mi columpio.

Ella estaba fascinada

Finalmente Inaya le dijo que iban a conocer a uno de los directores del gran circo, un hombre famoso en el mundo entero, el gran payaso Dewei. Ella, sin saber por que, se estremeció.

Dewei tenia sesenta años, alto, de buena presencia con cara de niño grande a la que, el maquillaje de payaso, le otorgaba una enorme ternura. Pero ocurrió algo especial. Cuando Dewei vio a Induja, su interior se sacudió, sintió que estaba frente a la mujer que había esperado toda su vida, su juventud, la gracia, la timidez de la joven, lo trasladaron a un mundo maravilloso e irreal. Se saludaron amablemente. Dewei la miró directamente a los ojos y se dio cuenta que sentía algo que estaba más allá de lo que se puede explicar con palabras. No obstante, contó la historia del Circo y detalles de la obra “Yin Yang” que estaban representando esa temporada. Ella estaba feliz, sonreía libremente, sin temores y él bebía con placer cada tonalidad de su cristalina risa.

En un encuentro casual Induja le dijo que su nombre significaba “hija de la luna” y él, con humor desenfadado, comentó que el suyo significaba “hombre con muchas virtudes”, “aunque no tantas” agregó con una sonora carcajada. Y así entre encuentros casuales y otros buscados se dieron cuenta que se habían enamorado. Él aducía que era muy viejo para ella, Induja decía que la edad no importaba y que ahora sentía algo completamente diferente y abarcativo. La historia siguió intensificándose. Finalmente Induja decidió terminar la relación con su novio, por considerarlo un acto de dignidad.

Ese día Inaya se levantó presintiendo que algo doloroso iba a ocurrir. Había notado la indiferencia de Induja hacia él. Y también había percibido las miradas cómplices que le destinaba a Dewei, pero no sabía como actuar. Esa tarde cuando su novia le pidió hablar intuyó que el final se acercaba, no alcanzaba a soportar lo injusto de la situación. Cuando se reunieron oyó lo que presentía. Calló. Todo le parecía irreal, un sueño, se puso de pie y ante la mirada inquieta de Induja, corrió y velozmente se trepó al columpio, se hamacó audazmente, sus lágrimas caían generosamente en la arena mientras la señalaba con su dedo, siempre el izquierdo, sin proferir una palabra.

¡Pobre Inaya!

Enigmatico tres


Fue en Sevilla. El 25 de Octubre de 1335 se reunió, luego de más de quince años la Cofradía del Antiguo Testamento. Ese día otoñal estaba ensombrecido por gruesas nubes negras. Por una puerta lateral de la catedral de Sevilla, sigilosamente, entraron los cofrades.. En sus ojos brillantes mostraban el interés que había despertado esta secreta e inusual reunión. Ya en el amplio salón ocuparon, uno a uno, sus lugares en las largas mesas rectangulares de rústica madera a cuyos costados se ubicaban simples bancos de algarrobo. En medio de las mesas había candelabros de hierro forjado con tres velas de cebo que iluminaban el espacio. Cuando estuvieron ubicados se hizo un profundo silencio. Luego de una puerta lateral ingresaron doce monjes representantes de la Cofradía del Origen Humano. Se sentaron alrededor de una mesa circular que estaba en el centro del salón. Luego de un prologado silencio, se puso de pie el Hermano Superior de la mesa central, inicio una oración de alabanza a Dios que todos siguieron con sincera devoción, finalmente, con grave voz, dijo:

-Hermanos en Dios, estamos aquí reunidos para develar un secreto. Secreto que nos ha surgido en nuestras largas meditaciones sobre el origen humano. Como ustedes saben, en el comienzo del Testamento, palabra de Dios, se habla de la creación de nuestro padre Adán, amasado en barro, y luego, que el Señor le otorgara un alma inteligente, dijo “para que el hombre no este solo, crearé de una de sus costillas a Eva, la mujer”. Y lo hizo de una costilla para demostrar que no debía estar ni por encima del hombre ni a sus pies, sino para ser su compañera. Pero… –se detuvo emocionado- hay un párrafo que no sabemos explicar, pero que existe. Ese texto revelado dice que entre nosotros van a existir seres similares en forma a las del hombre, pero con sensibilidad femenina, y también hembras con los sentires del hombre. Seria como un tercer sexo. No sabemos como explicarlo, pero debemos creer que hay valores que los simples seres humanos no entendemos.

Cuando calló, se hizo un profundo silencio en la sala. El cofrade mayor de la Cofradía del Antiguo Testamento, luego de deliberar con sus hermanos, pidió tres días para evaluar lo expuesto, plazo que fue otorgado.

Se retiraron en silencio aunque un murmullo de incertidumbre y asombro envolvió el gran ambiente.

Pasado los tres días a las seis de la tarde, se reunieron nuevamente. Llovía torrencialmente. Al abrigo de las velas ocuparon sus lugares como lo habían hecho la vez anterior. Tras un profundo silencio elevaron oraciones de alabanza al Señor. Al terminar la ceremonia el Prior de la Cofradía del Nuevo Testamento se puso de pie y con voz firme dijo:

-Queridos hermanos, hemos analizado minuciosamente el estudio que con tanto cuidado realizaron en la Cofradía del Origen Humano, no nos queda ninguna duda que el Señor haya podido dar vida a seres humamos que, siendo hombres tengan sentimientos de mujer y a la inversa, mujeres con todas las características del hombre. Muchos de nosotros hemos observado en nuestras respectivas Iglesias que, en confesión, se daban frecuentes casos como los mencionados. Pero, aunque lo sentimos natural, pensando que aún hoy el pueblo no lo pueda entender, ya que a nosotros mismos nos resulta difícil, decidimos ocultar esta revelación para un momento más oportuno.

Silencio.

Prosiguió:

- Si estamos de acuerdo pongámonos de pie y expresemos que actuaremos así por la voluntad de Dios.

Poco a poco todos se pusieron de pie y al unísono exclamaron:

-Así sea por la voluntad de Dios.

Finalmente elevaron nuevos cánticos de alabanza y se retiraron desapareciendo en la oscuridad de esa noche desapacible de otoño.

Este secreto no nos fue revelado aún públicamente, pero se ha deslizado la información desde los laberínticos y oscuros despachos vaticanos.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Frivolidades


Eulalia tomó presurosa el taxi que la llevaría del centro a Mikonos, el restaurante griego de la calle Olleros. Hacia dos meses que no veía a sus amigas y estaba ansiosa por contarles lo vivido en los últimos cuarenta y cinco días. Su viaje por mar desde el sur de Italia a Grecia para culminar en Madrid. Eulalia era definitivamente hermosa, su bello rostro rodeado por un cabello rubio y lacio que como marco dorado la adornaba. Su espléndida figura, su andar señorial, que junto a su juventud, contribuía a su esplendor. Pero no solamente eso, sino su inteligencia y creatividad la hacían una persona muy especial. A ella se le ocurrió ir al restaurante griego como un lugar adecuado después de su viaje a Grecia. Cuando llegó ya estaban sus amigas. Primero vio a la jubilosa Eufemia de tez morena, cuerpo voluptuoso y una sonrisa alegre que la hacían inconfundible, detrás de ella estaba Eugenia expresando en su rostro el placer que le producía compartir la cena con sus queridas amigas. Era la de más edad. Su cabello rojo delataba sus esfuerzos por estar actualizada con las modas juveniles.

Las tres se saludaron cálidamente y elogiaron mutuamente el buen porte que todas lucían. Muy alegres ocuparon la mesa que había reservado Eulalia. Para comenzar Eugenia pidió piropitas, parecidas a las empanadas, y para beber una botella de champagne.

Hablaron animadamente mientras compartían el plato principal.

Eugenia les contó el romance tormentoso que vivía con un joven del gimnasio al que concurría. Lo describió más bien alto, rubio y con un cuerpo bien atlético. Rieron las tres cuando Eufemia se aventuró más aún y les narró las habilidades sexuales, el ímpetu, el deseo que nunca parecía satisfecho y la necesidad de él de no detenerse ante nada. Las unió más esa complicidad y hasta cierto punto las excitó lo fogoso del relato.

Esto llevo a Eugenia a contar la fiesta íntima que organizó en su casa con su pareja. Bebieron y bailaron hasta el amanecer. Su novio, cuando brindaron, le colocó un anillo muy valioso y le dijo que con ese acto formalizaba definitivamente su mutua relación. Eugenia se conmovió hasta las lagrimas y se dio cuenta que su vida empezaba a ser una verdadera fiesta.

A los postres Eulalia comentó con detalles su viaje. El sur de Italia le pareció un lugar maravilloso, pero Atenas la sacudió con su historia reflejada en la Acrópolis, el templo de Zeus Olímpico pero, en especial el aire erótico que se respiraba. Finalmente entró a contar sus intimidades, el encuentro con un joven griego que la sedujo y que viajaba, casualmente, a España en el mismo avión que ella. Ya en Madrid comenzaron a vivir una apasionada relación que ella intuía que iba a permanecer en el tiempo, pero como mujer equilibrada sabía que había que esperar.

Y así entre risas y humoradas festejaron el reencuentro.

Esa relación con la vida misma sin darse cuenta que ellas eran lo mejor de la vida misma. Eran simplemente el amor, el bello y eterno amor.

Finalmente, al despedirse, Eulalia comentó que en el Museo del Prado se divirtió mucho cuando vio a las Tres Gracias de Rubens, comentó “Son tres mujeres gordas y deformes, no se que les vio el pintor, para llamarlas así”.

Todas rieron de la humorada de Eulalia.

Metamorfosis

Corría el año 1100 en Inglaterra. En un palacio adusto y con amplios campos de pastoreo bordeados por un caudaloso río de aguas claras, vivía Ariadne. Se había casado hacia varios años con Anthony conde de Coventry.

Ella se veía hermosa y realmente lo era, en la soledad de su dormitorio muchas veces miraba y acariciaba su cuerpo desnudo frente al espejo de marco dorado.

Un amplio ventanal daba a una bella pradera verde donde pastaban yeguas y caballos de porte definido, ella los miraba y su distracción era verlos retozar por los verdes pastos.

En la época de apareamiento se sonrojaba y sentía algo extraño en ella misma cuando los machos embestían a las hembras con brío. Ellas a veces se resistían, pero ellos acuciados por el instinto lograban su cometido entre alaridos sordos de los machos y algunos agudos de las hembras. Ese espectáculo la conmovía profundamente. Y llegó a envidiar obsesivamente a sus compañeras de género.

Un día de verano, Ariadne se dirigió a su dormitorio, se desnudó para calmar el calor que le producía su pesada vestimenta y observó nuevamente su hermoso cuerpo. Acarició sus senos pequeños, su sexo, sus muslos, se estaba excitando en demasía, así que decidió para calmarse, ir hasta el río que bordeaba el campo para sumergirse en sus frescas aguas.

Se vistió prontamente con ropaje liviano y salió. Atravesó la pradera y una vez mas percibió la sensualidad que emanaba de la manada caballar.

Se excitó más aún.

A orillas del río eligió una hondonada oculta por frondosos árboles. Lentamente se quitó prenda por prenda de su costoso vestuario, y ya desnuda se dirigió trémula a las refrescantes aguas.

Su cuerpo se estremeció con su contacto, por su imaginación pasaron sus días de aburrimiento y angustia, sus mas íntimos deseos insatisfechos, su anhelo de libertad, la tensión fue creciendo a limites intolerables.

Una luz iridiscente se hizo en su mente, e inexplicablemente grito:

-¡Sea!

Más que un grito parecía un alarido cuando volvió a repetir:

-¡Sea!

Algo se estremeció profundamente, notó que sus caderas se ensanchaban, que su cuerpo crecía y crecía, que una voluptuosidad animal la invadía. Finalmente dejo de pensar, ahora se sentía otra, plena, libre, gozosa. Observó su rostro animal en el espejo del agua. Luego ya en cuatro patas terminó de vadear el lecho del río, se sacudió en la orilla y por puro instinto se dirigió trotando alegremente hacia la manada.

Cuatro machos de buen porte salieron a darle la bienvenida a una sensual yegua rosada.